Debe suponerse que, si el fin de los ferrocarriles era contribuir a la extracción de un determinado tipo de mercancía, su desarrollo no debía ser extraño al funcionamiento de las líneas navieras y desde luego al emplazamiento del mecanismo que coordina la actividad de ambos: el puerto. Por lo que afecta a las líneas navieras, corresponde expresar que durante la primera mitad del siglo xix el transporte marítimo había sido separado del proceso comercial hasta constituir un elemento independiente en la circulación de mercancías.
El transporte hasta la llegada del barco de vapor constituía un simple instrumento del comercio; el barco pertenecía por lo común al propietario de la mercancía que llevaba en sus bodegas y su arribo a un puerto determinado tenía por objeto y se prolongaba hasta tanto el cargamento estuviese transferido. El transporte no constituía un objeto habitual de comercio sino un instrumento que integraba el intercambio de mercancías. La aplicación de la máquina de vapor y el conjunto de mejoras que experimentó el navío a causa del progreso de la metalurgia, llevó sus dimensiones y por lo tanto su costo a límites que provocaron la separación del transporte, transformándolo en una mercancía; esta última característica tuvo por supuesto una influencia inmediata en la técnica del trabajo portuario y desde luego en la estructura de los puertos.
Porque si bien en la época en que el barco a causa de su función económica no tenía mayor premura en realizar sus operaciones en los puertos a los cuales arribaba, cuando el transporte fue separado en el proceso de la circulación mercantil, a causa del considerable valor de sus elementos, debía permanecer el mínimo de tiempo en su condición de fondeado, circular de manera permanente, porque ésta era la condición necesaria de rendimiento adecuado al capital que representaba. Los puertos fueron pues paulatinamente transformados desde su forma común de vastos re-cintos medianamente dotados para la descarga, en extensos frentes de atraque provistos de poderosos medios de operación.
La reorganización del tráfico marítimo, tuvo lugar pues, durante el transcurso del siglo xix preferentemente durante su segunda mitad. La formación de las grandes empresas y la consiguiente distribución de las líneas navieras, permitió durante todo el tiempo de vigencia de la libre competencia, coexistir a un conjunto de pequeñas empresas y aun de embarcaciones no afectadas a itinerarios fijos sino a transportes circunstanciales.
La línea de pasajeros atribuida al Río de la Plata por una de las grandes empresas comenzó por funcionar como un apéndice de la que tenía su cabecera en Río de Janeiro; a partir de 1866, como lo hemos recordado esa línea extendió su itinerario hasta acordar a Buenos Aires aquella condición. El tráfico de pasajeros estaba pues regularmente atendido. En cuanto al de cargas continuaría afectado al desempeño de pequeñas empresas y de unidades aisladas hasta tanto concurriesen un conjunto de circunstancias capaces de requerir la incorporación regular de los cargueros: aumento en el volumen de las cargas a conducir en ambos sentidos; posibilidades de acceso a definidos puntos de la costa mediante la construcción de unidades portuarias y concentración en ellas de la carga a embarcar.

La solución de estas cuestiones tuvo lugar posteriormente a 1880; ello dependía del aumento de la población, del crecimiento de las áreas cultivadas y de la ejecución de obras de margen en magnitud apropiada a la densidad de carga que requiere la instalación de la línea naviera.
El movimiento de la navegación correspondiente al año 1880, que por supuesto aparece muy acrecentado con respecto al de 1862 pero que formalmente no acusa mayores diferencias, señala la entrada a todos los lugares de operación habilitados en el país, de 23 mil embarcaciones, con un registro de 2,3 millones de toneladas.
El mencionado material a flote considerado desde más cerca, se clasifica de la siguiente manera, expresando las toneladas de registro en miles: Las embarcaciones del exterior acusan un registro medio de 134 toneladas los veleros y 350 los vapores; las del interior,27 toneladas los primeros y 158 los segundos. Sin duda que sería incorrecto deducir sin análisis alguna conclusión de esas cifras medias. Por lo que se refiere a los veleros llegados del exterior su número está influido por el tráfico de los países limítrofes, Paraguay, Uruguay y Brasil, que se realizaba con embarcaciones cuyo porte es sensiblemente más reducido que el de los que provienen de ultramar; en tal sentido los veleros afectados a aquel tráfico no acusaban un registro superior a 50 toneladas, mientras los que procedían de ultramar acusaban uno de 400 tn. Lo propio ocurre con los vapores entrados del exterior; los que llegaban de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, registraban en promedio 700 tn.; los que viajaban a los países limítrofes no acusaban sino 100. Si se exceptúan pues, las banderas correspondientes a los países limítrofes y desde luego a la nacional, resulta que la navegación de ultramar absorbe el 72,8 % del tonelaje de registro.
A esta circunstancia y al hecho que a ella le corresponde la mayor proporción de vapores debe imputarse la diferencia a que nos hemos referido entre el tonelaje promedio que se deduce de considerar al total de los barcos llegados del exterior y al que realmente mide el porte de los que estaban entonces asignados al transporte de las mercancías importadas por el país y a las que enviaba al consumo de Europa y Estados Unidos. La propia circunstancia de la notable desproporción que existe entre el volumen de vapores y de veleros asigna a este tráfico su verdadera importancia.