La organización de los medios de transporte

Surge el ferrocarril.

La expansión de la producción agropecuaria hacia el interior requería un sistema de transportes internos aptos para empalmar en determinados puntos de la costa con las líneas navieras. Estos puntos. eran en realidad determinantes y en su elección privó fundamentalmente el hecho político. El país estaba dividido en dos grandes sectores constituidos por la Confederación y Buenos Aires, en momentos en que la iniciación de los transportes ferroviarios era una imposición impostergable. La comunicación con las provincias era un punto menos que imposible.

El Gobierno de la Confederación se había propuesto unirlas, creando en 1854 las Mensajerías Nacionales Iniciadoras, que de Rosario llegaban hasta Salta pasando por Córdoba; otra línea atendía el tráfico que se dirigía a Mendoza; los tráficos locales habían impuesto diversos desprendimientos de estas líneas principales. Siguiendo las mismas rutas, las líneas de carretas atendían el transporte de mercancías; la que estaba afectada al tránsito entre Rosario y Córdoba, movía en esa época alrededor de 20.000 t, anuales y mantenía en explotación unos 8.000 vehículos. En la provincia de Buenos Aires este tráfico anterior al ferrocarril asumía gradual importancia a medida que crecía la producción de lana y de consiguiente su exportación. En 1857 llegaron al mercado de Constitución, 7.500 carretas con un cargamento de 350 mil arrobas de lana. Ese tráfico no decayó hasta 1865, en que la línea del Ferrocarril Sud llegó a Chascomús. Pero aún cuatro años después, mientras el ferrocarril traía 20 mil toneladas de lana, las carretas transportaban todavía 17 mil, es decir el 46 % de la producción total. Será preciso, evidentemente, que la extensión del ferrocarril aumente bastante para evitar y neutralizar el costo de los movimientos intermedios que imponía el empalme en la punta de rieles.

El valor de los fletes por carreta dependía de la estación en que fuera realizado: desde Azul, por ejemplo, se cobraba de 70 a 80 pesos moneda corriente por bulto de 100 kilogramos durante los meses de invierno; esa tarifa se reducía hasta 50 o 60 durante el verano y subía hasta 100 o 120 durante el otoño. Los fletes hacia el norte oscilaban entre 100 y 200 pesos moneda corriente por tonelada y por 100 kilómetros de recorrido; los de Córdoba y Mendoza desde 40 hasta 100; entre Rosario y Mendoza oscilaba alrededor de 50.

El tráfico de pasajeros estaba atendido en la provincia de Buenos Aires por las líneas de mensajerías que mediante tres viajes mensuales hacían el recorrido hasta Cañuelas, Lobos, Veinticinco de Mayo, Saladillo, Ensenada, Chascomús y Dolores; dos veces por mes iban a Tandil, Lobería y Bahía Blanca y una hasta Patagones. La tarifa era generalmente de cinco pesos moneda corriente por lengua y por persona.

Cuando los ferrocarriles comenzaron a desarrollarse, y sin perjuicio de la competencia despiadada que sostuvieron con carretas y diligencias, estas últimas modificaron su trayectoria, trasladando su origen a la punta de rieles. Cuando el ferrocarril llegó a Chascomús en 1865, comenzaron a partir desde ahí las que desde algunos años antes unían a Buenos Aires con Dolores, Mar del Plata, Miramar, Quequén, Ayacucho, Rauch y Tandil. Posteriormente y a medida que avanzaba la línea de fronteras fueron trazando nuevos itinerarios: en 1874 avanzaron desde Tandil hasta Juárez, Tres Arroyos y Bahía Blanca y en 1879, un desprendimiento desde Rauch llegaba al río Azul. Hacia 1880 el Ferrocarril Sud había llegado por dos rumbos a Azul y Ayacucho y el del Oeste a Lobos, Bragado y San Antonio: las líneas de diligencias habían trasladado pues sus cabeceras hasta estos mismos pueblos y se difundían desde ahí mediante una densa red que reconoce como puntos terminales Ajó, Mar del Plata, Necochea, Tres Arroyos, Bahía Blanca y Carhué.

Debe suponerse, y ello consta en los relatos de innumerables viajeros, que estos trayectos se cubrían penosamente. En cuanto esta circunstancia dependía de factores técnicos, con excepción pues de los ataques de indios y montoneras, se debe recordar que ellos consistían en la precariedad de vehículos y postas y en la ausencia completa de calzadas y por supuesto de obras de arte. Los caminos habían respondido, a falta de estas últimas, a la necesidad de evitar terrenos bajos, eludir arroyos y pantanos, pasar por determinadas poblaciones; y en cuanto a su trazado propiamente dicho, la fijeza de éste dependía del tránsito continuado. Los pantanos creados a causa de esta insistencia en un mismo sitio imponían efectuar frecuentemente amplios desvíos. 

El ferrocarril corrigió todos esos inconvenientes y no fue sin duda una de sus menores ventajas la de haber reducido, enormemente algunas distancias a causa de la autonomía que le acordaba la obra de arte, con lo cual disminuía al mismo tiempo el costo del transporte. La ruta que recorrían las carretas entre Buenos Aires y Córdoba media casi mil kilómetros, en tanto que la del ferrocarril no alcanzaba a setecientos; de la misma manera, la de Buenos Aires a Mendoza que alcanzaba a mil quinientos kilómetros, el ferrocarril la redujo a mil: la de Rosario a Tucumán y Mendoza era para las carretas de mil trescientos kilómetros cada una; la del ferro-carril mide 850 la primera y 900 la segunda; la de Buenos Aires a Bahía Blanca medía algo más de mil kilómetros mientras por el rumbo ferroviario pasaba apenas de setecientos.

El ferrocarril pudo pues, reducir los fletes a pesar de un enorme capital invertido, y del incalculable aumento de velocidad que puso al servicio de pasajeros y carga. Los que hemos mencionado antes reducidos a centavos oro a razón de 25 pesos moneda corriente por peso oro y aplicados al tránsito de una tonelada por un kilómetro, resultarían de cuatro a ocho centavos los correspondientes al tráfico del norte: los de Córdoba y Mendoza de 1,5 a 4 y el de Rosario a Mendoza de 4 centavos. El flete ferroviario, calculado por el Departamento de Ingenieros en su memoria de 1877/78, era de 1,5 centavos oro por tonelada y kilómetro. Esta reducción podía hacerse a causa de la regularidad que sus medios técnicos le permitían y desde luego en razón del volumen que esos mismos recursos le facilitaban movilizar. El peso que habitualmente manejaban una carreta no supera las 2,5 toneladas y hacía su recorrido entre las nueve y las 16 horas, en cuyo período, de no mediar ningún inconveniente, avanzaba de 35 a 40 kilómetros. Los vagones ferroviarios de la década de los 1870, cargaban 8 toneladas; y los trenes de carga se componían de 12 a 15 vagones, es decir de 100 a 120 toneladas arrastradas a una velocidad de 20 kilómetros por hora y realizaban su recorrido independientemente de la hora.

La época de la secesión había sido, no obstante, el fracaso de los derechos diferenciales, sumamente favorable a Rosario; cuando se iniciaron las hostilidades, era una pequeña villa de no más de 8.000 habitantes. El censo de 1869 había localizado 23.000. Rosario resultaba desde el punto de vista de su vinculación con las rutas marítimas el equivalente de Buenos Aires: y puesto que la configuración del país era tal que toda la producción que buscaba el comercio exterior debía trasladarse hacia su costado oriental, era explicable que cada uno de los sectores en se dividía entonces el país buscase la ubicación de su propio puerto: Buenos Aires y Rosario constituyeron pues el punto de culminación de los sistemas de transporte de cada sector.

Partiendo de ellos debían comenzar a estructurarse esos sistemas. De haber tenido el país otra configuración geográfico económica, como Francia, por ejemplo, la construcción de ese sistema se habría desarrollado desde el centro hacia la periferia en busca del puerto. ¿La producción francesa y sus grandes masas de población?  situadas en el interior de su territorio. En la medida en que este se aleja del centro, se reduce la importancia de ambas; pero de acuerdo a su modalidad geográfica toda la producción destinada al mercado externo y todo el consumo que proviene de él, debe necesariamente alcanzar uno de los puntos de la periferia y concurrir finalmente hacia su centro. La característica geográfica y económica de la Argentina es la de un plano de inclinación aproximadamente constante en uno de cuyos bordes solamente es posible vincularse con el exterior. La estructuración de su régimen de transportes internos debía pues iniciarse en los puntos apropiados de ese borde de internarse en el país en busca de la producción.

A esa imposición de la geografía económica y circunstancialmente de la política interna corresponden los dos ferrocarriles que casi en forma simultánea fueron trazados partiendo de Buenos Aires y Rosario. Se sabe que ambos tuvieron originariamente por finalidad llegar a Chile. En la época en que ese anhelo fue formulado, no obstante que el país comprendía perfectamente que su interés fundamental estaba en la vinculación estrecha con la economía europea, no se concebía esta vinculación con el criterio exclusivista que adquirió posteriormente. Debe agregarse que mientras ese propósito pudo mantenerse ambos ferrocarriles eran prácticamente expresión de sus capas más progresistas; privadas las que construyeron el de Buenos Aires e igualmente privadas las que se propusieron hacer lo propio con el de Rosario a Córdoba. Cuando se publicó en 1857 el estudio de Mr. Campbell que atribuía a esta línea un costo de 25 millones de francos o sea un costo kilométrico de 63 mil francos ninguna línea ha sido construida en Europa a tan bajo precio, dice el Dr. Moussy, la subscripción local de las acciones alcanzó a 10 millones de francos entre los cuales 1.600.000 fueron tomados por Urquiza. La concesión en los términos en que la linea fué realizada, corresponde a gestiones posteriores a las que acabamos de referirnos.

El ulterior desarrollo de nuestro proceso económico desvió completamente los anhelos que movían al acceso a Chile y aun cuando una de las líneas realizó efectivamente el cruce de la cordillera no lo hizo ya con el mismo propósito. Chile ejercía en esa época una especie de hegemonía sobre este rincón del continente. Se debe recordar que casi todos los integrantes de la generación que entró a gobernar al país después de Caseros habían permanecido en Chile durante el exilio; todos ellos habían experimentado las ventajas de un país que mantenía un equilibrio político adecuado a su época, que les había permitido desarrollar sus actividades con cierta autonomía. Intelectualmente la república chilena gozaba entonces de real prestigio y desde el punto de vista económico, poseía una riqueza minera, intensamente explotada, lo cual era un motivo de consideración para los flamantes gobernantes de la Argentina, que también pugnaban entonces por hacer lo propio con sus minerales. Chile figuraba en la lista de inversiones realizadas por Gran Bretaña en América entre 1831 y 1850. En primer lugar, con un capital invertido de 17 millones de libras, superior al colocado en el Río de la Plata que era de 14 y en Perú que era de 12.

«Ir a Chile» como expresaba la Porteña en su primer viaje, sin perjuicio de ir también a Europa constituía un anhelo más que explicable, sumamente plausible; sobre todo que para llegar a Chile era necesario cruzar previamente el ancho país; interesarse por sus necesidades; propiciar sus labores; atender en suma al mercado interno, no con la mira de encerrarse en sus fronteras, sino con la de organizar la producción apropiada a las diversas zonas, comunicar a unas con otras, facilitar su intercambio, construir en una palabra la Nación.

El ferrocarril que salió de Buenos Aires, prefirió dirigir sus rieles a la pampa, lo que no es objetable en sí y el que partió de Rosario comenzó a disgregarse en un número considerable de ramales, quedando a pocos kilómetros del punto de llegada del primer trazado. Uno y otro contribuyeron a desarrollar una zona de la Argentina ante cuya consideración nada podría objetarse, pero se debe observar que a su manera ambos contribuyeron también a edificar una Argentina un poco diferente de aquella otra que surgía en la época del trazado simultáneo de ambas líneas.

Ese trazado simultáneo tuvo una virtud. Rompía el monopolio de Buenos Aires. Al concederle a Rosario un ferrocarril que cruzaba una zona de tan extraordinaria capacidad productora y destinarla a actividades que no eran las de Buenos Aires, echaba las bases para la descentralización que ya se diseñaba y que existía en efecto en el plano económico político. Los dos núcleos ferroviarios que tuvieron durante algunos años por cabecera a Rosario y Buenos Aires, constituyeron el más considerable intento de ensanchar el frente de contacto del país con el exterior. Hasta que ambas cabeceras quedaron vinculadas por la vía férrea y la provincia de Buenos Aires entró en la producción agrícola identificando sus actividades con las de su antagonista, el empeño descentralizador de los ferrocarriles constituye su característica fundamental. Era la época de organización del sistema ferroviario bajo la libre competencia. Las construcciones originarias no exigían capitales cuantiosos ni mucho menos si se tiene en cuenta que todos ellos estuvieron garantizados por el Estado por cifras evidentemente superiores a las que requería su ejecución. El rápido desarrollo del país en relación con este tráfico y desde luego la colaboración que le fue exigida bajo la forma del monopolio y de las tarifas, permitió que las sucesivas prolongaciones de las líneas se financiarán con los propios rendimientos de los tramos ya construidos. 

Cada grupo financiero trataba pues de extenderse por la mejor zona posible; la competencia estaba desde luego muy atemperada en razón de la extensa superficie de tierras que se libran permanentemente a la explotación ya las grandes distancias que era preciso cubrir a causa de la propia idiosincrasia del cultivo extensivo. Como por otra parte esos grupos financieros empalmaban el negocio ferroviario con el negocio de tierras y éste transformó rápidamente a muchas de las empresas en productoras de cereales en esas mismas tierras, hasta que la extensión de las líneas no aumenta demasiado, el tráfico de cada uno estaba en cierto modo asegurado. Por último, se debe recordar que los trazados ejecutados desde luego hasta 1880 y los ampliados posteriormente por parte de esos mismos grupos no abarcaban sino la zona en la cual se producía la mercancía insistentemente reclamada por Europa: los cereales, la carne y la lana, con prescindencia de todo otro propósito como el de unir al país, por ejemplo.

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