Los puertos de Rosario, cuyo porcentaje se refiere principalmente a los barcos procedentes de países limítrofes y San Nicolás, que si bien los ha recibido desde estos últimos, la mayoría corresponde a los ultramarinos. La conclusión es pues, que el puerto de Buenos Aires, que acusa un 60,6% de la bodega entrada procedente del exterior; considerando solamente el tonelaje de ultramar, había recibido el 71,4% del mismo. Buenos Aires monopolizaba, pues, el comercio con las naciones europeas y con Estados Unidos; excepción hecha de las pequeñas partidas de lanas, cueros y cereales que se embarcaban todo el comercio exterior ultramarino se realizaba ya por el puerto de Buenos Aires.
Si se advierte que la importación, excepción hecha de alguna partida de carbón destinada al consumo de los ferrocarriles que no arribaban aún a Buenos Aires, y de otros de materiales de construcción ferroviaria descargados en proximidad del sitio de utilización, era una actividad reservada al puerto de la Capital, corresponde, a fin de trazar el panorama en que se desenvolvía este aspecto de las labores nacionales, referirse a la exportación. La de 1880 se distribuía, considerada globalmente, de esta manera que se expresa en millones de pesos Fuertes.
Se puede pues expresar de una manera general, que, con las excepciones ya manifestadas, el comercio exterior del país, en lo referente a la exportación de sus productos, se desarrollaba en 1880 de la siguiente manera: los puertos del río Uruguay y del Paraná hasta Rosario realizaban el tráfico hacia los puertos uruguayos y ocasionalmente hacia los brasileños de aquel río; los del Paraná, situados aguas arriba de Santa Fe, atendían la demanda del Paraguay; hacia eI sur, la navegación destinada al exterior terminaba en Patagones, desde donde salían muy de tarde en tarde algunos productos nacionales destinados a la costa del Brasil o a la del extremo sur de Chile.
No puede imputarse este desenvolvimiento, que acuerda un predominio tan absorbente al puerto de Buenos Aires, sino a sus aptitudes comerciales. En ninguno el gobierno nacional, ni por supuesto los provinciales, habían intentado la ejecución de obras portuarias en magnitud apropiada a las posibilidades de cada región; si acaso en diversos lugares, elementales obras de atraque construidas por particulares, se adaptaban a la operación de las pequeñas embarcaciones. Pero en ningún otro sitio las condiciones naturales eran más contradictorias que en Buenos Aires. Su emplazamiento en una playa extensa y fangosa, castigada por los vientos habitualmente dotados de mayor violencia, como el sudeste y el sudoeste, de cuyos efectos se registraban los más ingratos recuerdos, parecía destinado, desde el punto de vista de sus obras portuarias, a construirlas a prolongada distancia de su centro comercial o a resignarse a recibir navíos de porte mucho más reducido que el que se empleaba entonces en los itinerarios de elevada categoría. A esta incapacidad o resistencia natural a la gran obra portuaria se había sumado con frecuencia la que expresaba intereses políticos y comerciales. Estos últimos tradujeron durante mucho tiempo la de los comerciantes de Montevideo que resistieron, mientras su obstinación fue conducente, a toda obra de mejora que tendiese a convertir al de Buenos Aires en el puerto terminal del Río de la Plata. Sin perjuicio de que esa resistencia dejará de tener eficacia a partir de mayo de 1810, los hombres de Buenos Aires no se liberaron de ella sino en ocasión de inaugurar la sección llamada el Puerto Nuevo y de dotarla de la misma profundidad que ofrecía el de Montevideo.
En cuanto a los intereses políticos que postergaron la ejecución del puerto de Buenos Aires, deben situarse en primer término el problema referente a la nacionalización de dicha ciudad. Tomándolo a partir del instante en que este problema pudo resolverse, es decir a partir de 1861, corresponde recordar que el largo expediente que precedió a la sanción de la ley de federalización debió necesariamente influir sobre la ejecución del puerto. Mencionar este último aspecto del problema era implícitamente referirse o intentar la solución del otro. Es decir que la ejecución del puerto dependía de las mismas cuestiones que detenían la federalización. Y éstas no eran otras que la enorme gravitación ejercida en el campo económico político por los ganaderos que en Buenos Aires estaban aún afectados al tasajo y los cueros. En sus intereses por mantener la ciudad bajo el patrocinio de la provincia no entraba sino el aspecto aduanero; y éste no exigía extensos muelles, ni profundidades apropiadas para el crecimiento de las embarcaciones, ni lugares seguros para que ellas pudieran desempeñarse con prontitud. Bastaban los galpones en los cuales pudiera revisarse la mercadería y las oficinas en las que deberían abonarse los derechos. Por lo demás hasta 1880, en que ocurrió un violento y convulsivo desarrollo de la industria europea, las empresas navieras no habían intentado establecer en forma sistemática la línea regular más que en el transporte de pasajeros.

La libre competencia, que aún regía soberana en el transporte marítimo, hacía que, al amparo del enorme material a flote, muy superior a las necesidades del momento comercial del mundo, pudiera mantenerse este tipo de puerto que como el de Buenos Aires negaba toda posibilidad de acelerar las operaciones. Será pues preciso que la entrada de los ferrocarriles a la ciudad de Buenos Aires, el establecimiento de líneas navieras regulares y un conjunto de factores que analizaremos oportunamente impulse a la construcción del puerto que había de requerir el manejo de la carga cuyo volumen podría ya sospecharse. Hasta 1880 el gobierno de Buenos Aires que ejercía la soberanía sobre el puerto, solamente había intentado resolver este problema profundizando el Riachuelo, es decir ubicaba el puerto comercial en el lugar de emplazamiento de las barracas. Es probable que este trabajo de profundización del Riachuelo sea el que decidió la instalación de los establecimientos frigoríficos inaugurados pocos años después del 80; pero ella resolvía un aspecto puramente parcial del problema portuario, cuál era el de alojar al barco en un sitio abrigado mientras realizaba sus operaciones; desde luego que mediante la profundización, no sólo de su cauce sino también de su desembocadura, facilitaba el acceso del mencionado fondeadero.
Quedaba sin embargo en pie el problema del acceso hasta las profundidades naturales del Río de la Plata y esto requería un empuje y ciertos recursos que no actuaban todavía de manera muy decidida. Es evidente que de no mediar la incidencia de los factores políticos y comerciales la incapacidad virtual de Buenos Aires a recibir las embarcaciones que llegaban entonces al país y cuyo calado no excedía los 13 pies, pudo inducir a buscar la solución en Rosario. Es verdad que el río Paraná no estaba explorado con la insistencia y minuciosidad que era preciso, pero lo exacto es que tampoco lo precisaba con tanto apremio porque sus profundidades naturales hasta Rosario estaban permanentemente sobre esa cifra; y ni aun los pasos de Martín García, que han jugado un papel tan decisivo dentro de nuestra formación económica, negaban posibilidades a esos calados. Todos esos factores, profundidad en ciertos pasos del Paraná y Martín García, entraron a actuar desde el momento en que Buenos Aires se decidió a construir su puerto, es decir supera a la época que consideramos. Se puede adelantar, no obstante, que de ellos como factor técnico dependió el desesperado afán de los ferrocarriles por llegar a Buenos Aires y que, en consecuencia, el de Buenos Aires restó posibilidades a la ejecución de los demás puertos del país, cuando carecía de obras y más acentuadamente aun cuando dispuso de ellas.